

¿REÍR CUANDO LOS DEMÁS LLORAN?
Se me ocurrió una idea. ¿No sería mejor ganar al mismo tiempo que los demás —
naturalmente, un poco más que ellos—, pero nadando en las mismas aguas? Mi éxito
casi me agobiaba. Comencé a dudar de la filosofía del juego a la baja. No se puede
reír mientras los demás lloran. «El jugador a la baja atrae las iras de Dios porque
pretende hacerse con el dinero de los demás», reza un proverbio bursátil. Y un día se
produjo el suceso fatal que me cambió totalmente. Fue una tragedia al término de la
cual los protagonistas no estuvieron en condiciones de volver a levantarse.
Era un sábado por la tarde. Los parisinos se habían congregado para asistir al
entierro oficial de Aristide Briand (el gran amigo de Stresemann) en los Champs-
Élysées. Después de la ceremonia, la multitud se disolvió. No sabía qué hacer para
pasar el tiempo y me dirigí a la oficina de un amigo, un agente norteamericano de
Bolsa (Hentz and Co.) para hablar con él. Naturalmente, eché un vistazo a las últimas
cotizaciones de la Bolsa.
En aquellos tiempos, en los Estados Unidos la jornada bursátil de los sábados
era muy corta, de diez a doce de la mañana (de tres a cinco de la tarde en Francia). En
medio de una absoluta tranquilidad del mercado, había ocurrido algo extraordinario. Un
solo valor bursátil había sido objeto de gigantescas transacciones. Se habían vendido y
comprado millones de acciones de Kreuger y Toll, el mayor trust sueco dedicado a la
fabricación de cerillas, durante toda la jornada bursátil y siempre a la misma cotización,
idéntica a la del día anterior. De inmediato, sentí despertar mi curiosidad, pues yo
había especulado a la baja con las acciones Kreuger.
Una tragedia mayor de lo esperado
La idea de Ivar Kreuger, el rey sueco de las cerillas, era tan simple como inteligente:
los países de Europa central y oriental necesitaban dinero, y Kreuger estaba dispuesto
a facilitárselo. Como compensación, exigía la concesión del monopolio de fósforos, lo
cual le aseguraba grandes beneficios. Pero Kreuger no disponía de las colosales
sumas que Alemania, por ejemplo, necesitaba. En vista de ello, su empresa emitió
empréstitos, y el producto obtenido con ellos lo puso a disposición de los países que
precisaban capital. La mayor parte de la deuda fue adquirida en los Estados Unidos, o
debía haber sido adquirida. Kmiger no pretendía ganar dinero con la diferencia de los
intereses entre el dinero recibido por él y el prestado, sino simplemente con los
beneficios que debía
producirle la fabricación de cerillas en régimen de monopolio. El método no era nuevo,
sino que fue la gran especialidad de los Fugger en el siglo XVI: concesión de créditos a
cambio de monopolios.
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Los Fugger habían prestado dinero a los soberanos en dificultades económicas,
y a cambio recibían el privilegio de cierta rama del comercio o la explotación de
riquezas mineras. El rey de Portugal les concedió durante algún tiempo el monopolio
de la trata de ganado caballar, y el gobierno español les cedió la explotación de sus
minas de cobre y plata.
Kreuger había recurrido de nuevo a ese sistema y lo adaptó a los tiempos
modernos. Lanzaba al mercado norteamericano obligaciones para trasladar ese capital
a Europa central y oriental. Los países deudores eran, en primer lugar, Alemania,
seguida de Hungría, Rumania, Yugoslavia, Polonia y algunos Estados sudamericanos.
Entre los países acreedores se contaban, en primera línea, los Estados Unidos, los
Países Bajos, Suiza, Gran Bretaña y Francia; es decir, los mayores países capitalistas
de Occidente.
La operación parecía razonable y realizable. Y lo hubieran podido ser si los
países deudores hubieran sido solventes. La razón del fracaso no se debió a ninguna
deshonestidad de Ivar Kreuger, sino a que los acontecimientos políticos tan poco
favorables para Europa central provocaron la catástrofe. Kreuger había juzgado de
manera errónea la estructura financiera y el futuro económico de dichos países. Él era
ingeniero e industrial, pero no banquero ni especulador con experiencia, pues de
haberlo sido no se hubiera dejado arrastrar a un asunto de esa índole. Y como no
poseía las cualidades del uno ni del otro, todo terminó en tragedia.
Alemania, Rumania, Hungría y otros países deudores presentaron un día la
factura de los intereses y las amortizaciones. Eso, sin embargo, no hubiera bastado
para provocar la ruina del imperio industrial de Kreuger, si los créditos hubieran sido
adquiridos realmente por el público. En ese caso los propietarios de los valores de la
deuda hubieran perdido su inversión o una parte de ella, pero la sociedad emisora no
hubiera ido a la ruina por la incapacidad de pago y la insolvencia de los deudores. El
Crédit Lyonnais, que se ocupó de colocar los valores de la deuda rusa, no se arruinó
cuando la Unión Soviética se negó a aceptar y hacerse cargo de la deuda de la Rusia
zarista. Y la Banca Rothschild tampoco cayó cuando una gran parte de la deuda
extranjera que había hecho llegar al público, demostró no valer nada.
Pero Kreuger no disponía de los miles de ventanillas de los bancos y grandes
institutos de crédito, ni tampoco la fama de los Rothschild. No había podido colocar
todos los bonos de la deuda, y tuvo que quedarse con gran parte de los mismos.
Entregó esos valores a los bancos en depósito, es decir, como cobertura, a cambio de
la cual recibió créditos a corto plazo, créditos que hubo de invertir también en los
países de Europa central.
Para un especulador avispado, capaz de vislumbrar hasta los más pequeños
detalles de una operación financiera, el asunto Kreuger estaba claro. Por otra parte,
me enteré de que el síndico de la agrupación oficial de agentes de Bolsa, mediante
una circular secreta, había pedido a sus asociados que limitaran el número de valores
de la deuda de Kreuger aceptados como garantía de sus créditos.
En aquel entonces, la crisis económica de Estados Unidos estaba alcanzando
su punto culminante. No existía la menor esperanza de que mejorara la situación
política en Europa central. Consecuentemente, no le interesaba a nadie colocar su
dinero en los valores de Kreuger. La situación me pareció extremadamente crítica. No
tuve el menor reparo en jugar a la baja con las cerillas suecas. La cotización había
cedido ya algo, pero Kreuger la sostuvo para no poner en peligro la credibilidad de sus
valores, depositados en los bancos o en poder de los agentes de Bolsa como garantía
de préstamos. En París, el Banco de Suecia actuó en favor de Kreuger, en Nueva York
lo hizo la Banca Lee Higginson, y sus atentos apoderados compraron continuamente
para mantener las cotizaciones.
No cabe duda de que algunos bancos habían recibido el encargo de mantener
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las cotizaciones (a 5,25 dólares) a largo plazo y costara lo que costase, incluso cuando
supusiera la compra de una gran cantidad de papel. Eso me explicaba las numerosas
ventas del sábado. En aquel mediodía en que el entierro de Briand me llevó a los
Champs-Élysées, desde algún lugar ignorado se lanzaron al mercado en dos horas
millones d¿ acciones. Me rompí la cabeza tratando de averiguar de dónde procedían
esos encargos.
Naturalmente, yo no podía saber que unos cuantos edificios más allá, en su piso
de la avenida de Víctor Emmanuel III, yacía el cadáver de Ivar Kreuger. Cuando se
abrió la Bolsa por la tarde en Wall Street ya estaba muerto, pero los bancos que
representaban los intereses de Kreuger no lo sabían, pues de haber estado enterados
de la noticia no hubieran cumplido las órdenes de su cliente. El sábado por la mañana,
a las II, Kreuger se había suicidado. Tomando en cuenta la diferencia horaria entre
París y Nueva York, la noticia pudo haber estado en la Bolsa neoyorquina antes de su
apertura, pero no se hizo pública hasta el sábado por la tarde.
Unas cuantas personas estaban enteradas. Uno de los socios de Kreuger, que
al mismo tiempo era su mejor amigo, la secretaria particular del millonario y la mujer de
la limpieza, que fue quien hizo el descubrimiento, conocían lo sucedido. Las dos
mujeres guardaron silencio.
El socio de Kreuger supo conseguir de la jefatura de policía que la noticia no se
hiciera pública hasta la noche. Se las arregló para convencer al impresionado
funcionario responsable del caso de que si la noticia se hacía pública, de inmediato se
desencadenaría una catástrofe financiera mundial de la que él sería culpable.
Por otra parte, el difunto era gran oficial de la Legión de Honor, y su rango le
hacía acreedor a ciertas consideraciones. Por si eso fuera poco, en la prefectura de
policía había bastantes ausencias debido al fin de semana y a que la mayor parte de
los jefes de importancia habían acudido al entierro de Aristide Briand. Creyendo de
buena fe que con ello detenían la rueda de la historia, los funcionarios de servicio se
declararon dispuestos a guardar el secreto. Pero ¿quién se aprovechó realmente de
aquel retraso «tan vital» de doce horas? Naturalmente, no sirvió para detener la
marcha de la historia, pero un grupo de especuladores que pudieron vender una gran
cantidad de valores se beneficiaron de ello.
Entre aquellos que conocían el secreto se encontraba también un alto
funcionario de la prefectura de policía. Durante el almuerzo tuvo como invitado al
prometido de su hija, el periodista norteamericano Mike Wilson.
—Tengo una noticia sensacional para usted, y sin duda deberá saber cómo
utilizarla e incluso cómo sacar provecho de ella. Pero tiene que darme su palabra de
honor de que no la transmitirá antes de la tarde. Figúrese: el rey de las cerillas, el
sueco Ivar Kreuger, se ha suicidado esta mañana en su domicilio.
El joven periodista dio su palabra de honor, pero como periodista concienzudo y
cumplidor de su deber, se dirigió a los archivos de su periódico para reunir material
sobre la vida del famoso financiero. Después se fue a su casa y escribió un largo
artículo que aquella misma noche cablegrafió a su redacción.
A la mañana siguiente, todos los periódicos publicaban la sensacional noticia:
«¡Suicidio del financiero Kreuger!» Cuando abrí mi ejemplar, sufrí una conmoción. La
noticia cayó sobre mí como si alguien me golpeara con un martillo en la cabeza. De
repente, comprendí con toda claridad el gran movimiento de las acciones del día
anterior.
La hora de la conversión de un jugador a ¡a baja
Había vuelto a ganar jugando a la baja, aunque ahora fuera a costa de una vida
humana. Ese golpe cayó sobre un terreno ya predispuesto psíquicamente, y me llevó a
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dejar para siempre la especulación a la baja. Llegué a sentirme culpable de la muerte
de Ivar Kreuger. Por lo menos me sentía culpable de cierta falta de moral. No sabía
todavía en aquel entonces que la muerte de Kreuger cambiaría mi filosofía de la vida.
Gracias a ese impacto, me convertí en especulador al alza, el que no obtiene
beneficios a costa del sufrimiento de los demás.
En la mañana del lunes cayeron los valores de Kreuger y casi dejaron de
cotizarse. Yo empecé a cubrirme. Como consecuencia de las masivas compras de la
tarde del sábado, varios bancos norteamericanos tuvieron que hacer suspensión de
pagos.
El impacto en mí fue mayor, pues estaba perfectamente convencido de que
Kreuger no era el estafador que la prensa mundial retrataba. La idea básica de sus
negocios era honesta y correcta. Lo único que hizo fue equivocarse a la hora de juzgar
la situación económica y política, y fue él la primera víctima de unas circunstancias
desgraciadas. Cuando vio que su edificio empezaba a vacilar, trató de afianzarlo apoyándose
en cualquier cosa a su alcance, como hace todo el que está a punto de caer.
Así, se dejó arrastrar de un atajo a otro, cada vez más intensamente, perdiendo de
vista la f línea divisoria entre lo legal v lo que quedaba ya fuera de la ley. Ciertamente
que el público perdió miles de millones, pero la responsabilidad de ello no recaía
exclusivamente en la conducta, posiblemente ilegal, de Kreuger sino también en los
acontecimientos políticos y la situación financiera de Europa central. Con un poco
de tolerancia, creo yo, se le podía conceder a Kreuger el beneficio de circunstancias
atenuantes.
Al día siguiente, el periodista acudió de nuevo a casa de su prometida.
—¿Qué, supo sacar provecho de la noticia que le di ayer? —le preguntó su
futuro suegro.
—Sí, desde luego —le respondió el joven—, El director del periódico me ha
felicitado por mi artículo, porque gracias a usted fui el primero en dar la noticia.
—¡Vaya...! ¡Y eso es todo lo que ha hecho...!
El joven periodista pagó cara su honestidad y simpleza. El funcionario no le
concedió la mano de su hija, pues quedó convencido de que no era apto para
enfrentarse con la dura lucha por la existencia que exige este mundo, o tal vez demasiado
honrado. Otras personas tuvieron la misma información —y tal vez de la
misma fuente— y supieron aprovecharla para su propio beneficio. Hasta el punto de
que la Bolsa neoyorquina nombró una comisión para aclarar quién había dado motivo
a las ventas masivas del sábado. Pero nadie pudo descubrir la menor pista.
El drama de Kreuger me cambió interiormente. Me dio una perspectiva más
humana y, consecuentemente, más sana, y me liberó de la negativa amargura de los
pesimistas. Me libré de mis compromisos a la baja y. así, del Saulo jugador a la baja,
surgió de la noche a la mañana el Pablo que juega al alza.