Mensajepor Roque Feler » Vie Mar 16, 2012 11:30 pm
A propósito del Archipiélago Gulag, especialmente dedicado a Cría:
Cuenta Aleksandr Solzhenitsyn, en su obra "Archipiélago Gulag", una anécdota que retrata muy bien la época más oscura del terror estalinista.
En 1937, durante una reunión del Partido Comunista en uno de los distritos de Moscú, el secretario local del partido pidió a los asistentes, antes de dar por cerrada la sesión, un aplauso para el camarada Stalin.
Por supuesto, todas las personas presentes se pusieron inmediatamente en pie y comenzaron a ovacionar a quien en aquellos momentos dirigía con sanguinaria mano de hierro no sólo el partido, sino la nación entera.
Pasó un minuto, y los aplausos entusiastas continuaban. Pasaron dos minutos. Pasaron tres.
Traten ustedes de estar aplaudiendo durante tres minutos ininterrumpidamente. Los brazos empiezan a sentir el cansancio y amenazan con no querer responder. Pero en aquella reunión local del partido, nadie quería ser el primero en dejar de aplaudir. Así que pasaron cuatro, cinco minutos.
Lo normal es que hubiera sido el propio secretario local del partido el que hubiera dado la señal para interrumpir la ovación, dejando él mismo de aplaudir. Al fin y al cabo, era él el que había solicitado aquel homenaje al dictador. Pero el pobre hombre acababa de sustituir a otro secretario anterior, que había sido arrestado por la policía política de Stalin, así que no se atrevía a parar, al ver que los demás continuaban aplaudiendo con fervor.
Pasaron seis minutos, siete minutos, ocho minutos. El tiempo se hacía verdaderamente eterno y la gente no es que no sintiera los brazos: es que el dolor era auténticamente insufrible.
Nueve minutos de aplausos, diez minutos... Todos se miraban unos a otros, deseando que alguien pusiera fin a aquella situación ridícula y agotadora, pero sin que nadie se atreviera a dar el primer paso.
Y al cumplirse los once minutos de ovación ininterrumpida, cuando todos estaban ya al borde de la desesperación, por fin el director de una de las fábricas del distrito, que formaba parte del comité local del partido, dejó de aplaudir y se sentó.
Los aplausos cesaron inmediatamente en la sala como por arte de magia. Una vez que alguien se había atrevido a hacer lo que todos estaban deseando, los asistentes reprimieron un suspiro de alivio y ocuparon sus asientos, con lo que la asamblea local del partido se pudo dar oficialmente por cerrada.
Aquella misma noche, ese director de fábrica fue arrestado por el KGB. Le condenaron a diez años de prisión en los campos de concentración del Gulag soviético.
Cuenta Solzhenitsyn que uno de sus captores, al acabar el interrogatorio, se dirigió a ese pobre hombre y le dijo, con toda franqueza: "Nunca seas el primero en dejar de aplaudir".