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Todo es historia
 Por Mario Rapoport*  
..."El historiador es prisionero de su tiempo” dijo René Girault, uno de los principales historiadores europeos. Las preguntas que nos hacemos tienen que ver con nuestra propia vida personal, con la problemática de la sociedad en la que estamos inmersos. No es casual que en nuestras interrogaciones de hoy día miremos al pasado para preguntarnos sobre la naturaleza de las crisis económicas o sobre las distintas formas de dominación imperial o de dependencia económica, procurando extraer de ese pasado algunas lecciones, o al menos señales, para poder guiarnos mejor en los laberintos del presente. Las tendencias historiográficas no son neutras, responden a las ideologías y a las presiones de la época. 
La exaltación de la globalización, el pretendido triunfo del neoliberalismo, llevó a muchos a soñar que éramos de nuevo una especie de colonia informal próspera del mundo civilizado, como alguna vez lo habíamos sido, y a creer que nuestro destino manifiesto era el de ser un foco cultural y material europeo (ahora americanizado) en medio de la barbarie de nuestro continente.
Esto se reflejó en numerosos libros y artículos donde se glorificaba la época del modelo agroexportador y del conservadurismo preindustrial y prepopulista. En ese marco se inscribieron las llamadas teorías “de la decadencia nacional” y del “realismo periférico”, no por casualidad basadas en el análisis histórico. 
Así quisieron convencernos de que la Argentina se hundió cuando pretendió transformarse en una sociedad industrializada, cuando sectores medios y bajos lograron acceder a derechos políticos y sociales que antes se les habían negado (a través del populismo yrigoyenista o peronista) o cuando algunos gobiernos trataron de tener posiciones más autónomas y dignas en el escenario internacional.
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odo lo que suponía la defensa de intereses nacionales era atacado, bajo el supuesto de que ese había sido el pecado por el cual nos habían presuntamente excluido del mundo. La historia nos enseñaba, según estos corifeos, que tratar de imitar el camino de los poderosos era inútil y peligroso pero, sobre todo, no era funcional a las elites de poder internas, de cultura económica rentística y nada afectas a convertirse en empresarios innovadores ni a repartir los frutos del crecimiento.
Ahora, que hace pocos años vivimos la peor crisis de nuestra historia, nos damos cuenta de que no sólo nos habían vendido un presente falso sino también un pasado falso. La Argentina pudo haber tenido en algún momento un Producto Bruto Interno mayor que el de algunos países europeos, o pudo haberse parecido a Canadá o Australia, pero si esos países progresaron o crecieron mucho más que el nuestro fue porque hicieron lo que nosotros no hicimos: transformarse plenamente en sociedades modernas e industrializadas, con un más justo reparto de los ingresos, al menos hasta la actual crisis mundial.
En cambio, se creyó volver a la gloria de un supuesto pasado de país rico, que amparado en un sistema internacional favorable a los intereses agroexportadores exhibió un aceptable crecimiento pero a costa de crisis económicas y notorias desigualdades sociales. Así, nos terminaron por convertir en un país pobre para la mayoría de los ciudadanos, en un inédito “granero del mundo” que no pudo alimentar a todos sus habitantes y que pasó de ser un “niño mimado” de los organismos internacionales a un marginado de la comunidad mundial. Esto como resultado, en parte, del peligroso uso de la historia para explicar o justificar las políticas presentes.
...Existieron, por otro lado, coyunturas decisivas. La primera de ellas estuvo vinculada al Golpe de Estado militar de marzo de 1976, que se planteó arrasar con las estructuras productivas y políticas existentes y construir otro tipo de país con predominio de los sectores financieros, mientras se violaban groseramente todos los derechos humanos y las libertades públicas. Y personajes nefastos que implementaron esas políticas y arrastraban sus propias historias de vida y de los sectores sociales a los que pertenecían. La “perversa deuda externa”, como se la llegó a llamar, surgió del interés de economistas neoliberales que creían en la “magia” de las finanzas para engrosar sus fortunas personales, dañando el funcionamiento del aparato productivo y comprometiendo a generaciones presentes y futuras.
Una segunda coyuntura fue la conjunción de la hiperinflación del ’89, el predominio ideológico del Consenso de Washington y la caída del Muro de Berlín. Aquí, otro gobierno, vestido con un ropaje populista del que se desembarazó rápidamente mostrando seductores contornos neoliberales, aprovechó a fondo la incertidumbre de nuestra sociedad para completar el trabajo de los militares. El endeudamiento tuvo el agravante ahora de que fue acompañado de una trasnochada convertibilidad, una irresponsable venta de nuestros activos públicos y una política exterior vergonzosa, basada en presuntas “relaciones carnales” que se revelaron inocuas a la hora en que la Argentina entró en la vorágine de la crisis.
Sin embargo, no todo se explica por las coyunturas. El largo plazo también juega. Por algo se intentó volver a revalorizar el modelo agroexportador que se había basado también, en gran medida, en el endeudamiento externo. Si hasta hubo presidentes que, hacia fines del siglo XIX, frente a las primeras crisis financieras de magnitud, juraban que millones de argentinos “economizarían hasta sobre su hambre y su sed” para responder a los compromisos externos de la deuda pública; si por algo desde más lejos aún nos resuenan los ecos del inútil empréstito Baring de 1824, que terminó de pagarse casi un siglo más tarde. ¿Cuánto del despilfarro y de la corrupción que vivimos recientemente estaba inscripto así en esas etapas de nuestra vida pública?
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