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Rodeada como está Cristina de adulones obsecuentes, oportunistas, improvisados y excéntricos rocambolescos, es tal vez natural que haya comenzado a actuar como un monarca medieval al que todo le está permitido.
Mientras tanto, el país –el de los seres de carne y hueso, no de los de trapo o plástico– se ha transformado en escenario de un espectáculo realmente alucinante. Por cierto, no es del todo frecuente que una mandataria se enoje tanto con un gobernador provincial que le jura lealtad que procure privarlo de su jurisdicción hundiéndola, con sus habitantes adentro, sobre todo si se trata de una en que vive el 40 por ciento de la población del país. Es como si Barack Obama declarara una guerra fiscal despiadada contra los estados de Nueva York, California, Texas y otros más chicos porque sus gobernadores hubieran manifestado interés en postularse un día para la presidencia, hubieran jugado el béisbol juntos y contestaran con cortesía las preguntas de los periodistas. Huelga decir que a Obama nunca se le ocurriría hacerlo, aunque solo fuera por entender que la reacción de sus compatriotas sería contundente.
Tampoco se le ocurriría al presidente de los Estados Unidos, o de cualquier otro país desarrollado, apropiarse de una versión local de la cadena nacional de radio y televisión, tratándola como una especie de blog personal, para aburrir al público con dos o tres discursos deshilvanados por semana en que, entre alusiones cariñosas a chanchitos y a sus propios sentimientos, además de insultos personales dirigidos a funcionarios extranjeros como “el pelado ese” español, aprovecharía la oportunidad para anunciar que, en base a información proporcionada por el Tesoro o, quizás, la CIA, se ha enterado de que un crítico de medidas económicas determinadas no tiene sus papeles impositivos en orden. Puede que al fulminar de esta manera al presunto evasor fiscal, Cristina no haya violado la letra de ninguna ley, pero sí hizo gala del desdén que claramente siente por las reglas propias de la convivencia democrática y de su falta de respeto por la libertad de expresión.
No es que todos los presidentes y primeros ministros de los países más ricos sean inmunes a la tentación autoritaria. Es que entienden muy bien que los demás políticos, sin excluir a sus propios aliados, son conscientes de que el grueso de la ciudadanía no toleraría los abusos del poder y por lo tanto cerrarían filas enseguida en defensa de las instituciones si un mandatario se pusiera a comportarse como un dictador en ciernes. Aquí, en cambio, solo una minoría reducida se siente preocupada por tales pormenores, razón por la que buena parte de la mayoría indiferente vive en la miseria, ya que en última instancia el destino económico de los distintos países depende de la calidad institucional. Es lógico: sin reglas firmes –la seguridad jurídica que tanto desprecian los ideólogos kirchneristas–, el desarrollo sostenido es imposible. La larga decadencia argentina que tanto sufrimiento ha causado es la consecuencia previsible de la concentración excesiva del poder político.
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http://noticias.perfil.com/2012/07/casa-de-munequitas/