La versión más creíble de lo acontecido es que hay una industria, al parecer próspera, alrededor de las villas y terrenos ocupables de la ciudad. Grupos financieramente potentes envían a los pobladores más desesperados de las villas a ocupar espacios públicos. Después cobran un subsidio que (se) reparten entre esas tropas de especulación inmobiliaria, ligadas también al eventual negociado de la entrega de títulos para quedarse con los terrenos a precio vil. Más todavía, nadie se tomó el trabajo de desmentir que, desde el principio de la toma, hubo al frente un pesado –“el comandante” Rodríguez– que responde o supo reportar a Macri. Nada de todo esto exime de responsabilidad al gobierno nacional a propósito de no terminar de encontrarles la vuelta a las acciones autárquicas de la Federal, ni a su anomia frente al déficit de viviendas en el área metropolitana central. En esa explosividad urbana se mete además un narco de media o baja estofa, usado discursivamente por la derecha para contar que se nos vienen Brasil, las favelas y la territorialización sin Estado. La apuesta, grosera, es al miedo de sectores de clase media que, con el aporte de los medios periodísticos al frente de una oposición que de otra manera no existe, se sumarán por inercia al juego de matar bolivianos y adyacentes. Y de ahí para arriba, ver si queda el solitario resquicio de joder al Gobierno para restarle chance electoral en los grandes centros urbanos. Comenzando, claro, por Buenos Aires. Es la vidriera mediática. Es la técnica para entender que en el conurbano haya vencido (por agregadas deficiencias de oponente, aclaremos) un candidato que por toda ideología recitaba “alika-alika-alikate”.
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