Mensajepor hbada » Lun Nov 07, 2016 1:24 pm
El desembarco de Sarmiento, a pesar de Mitre
El gran acierto de Bartolomé Mitre fue crear el diario La Nación, que se encargó de mantener su relato a través de los años, aún cuando muchos de los hechos fuesen tergiversados en la crónica que atravesó los años, tal como hizo Mitre con sus escritos seudohistóricos. Domingo Sarmiento no pudo mantener El Nacional ni los hermanos Varela consolidaron La Tribuna, y eso resultó muy negativo para quienes anhelaron conocer otros enfoques sobre el origen de la República. La realidad es que Mitre no toleraba que Justo José de Urquiza, representante de los electores del Litoral, fuese su sucesor presidencial. Tampoco soportaba a Adolfo Alsina, al frente del Partido Autonomista porteño. El candidato de Mitre era, según muchos, Rufino de Elizalde, famoso por cerrar medios de comunicación que no compartieran s us puntos de vista. Pero él nunca consiguió 'masa crítica' suficiente. Otro precandidato fue Manuel Taboada, gobernador de Santiago del Estero que encabezaba una Liga del Norte formada por 5 provincias. Sin embargo, el Ejército quería a Sarmiento, candidatura que creció a partir de la propuesta del coronel Lucio V. Mansilla. Y se sumaron los hermanos Héctor y Mariano Varela, desde el diario La Tribuna. Al año siguiente, 1868, Alsina renunció a su propia candidatura, y Mitre tuvo que anunciar, en una carta a José María Gutiérrez, la prescindencia del Ejecutivo en la elección. Limpio de la desastrosa guerra contra Francisco Solano López que ni Mitre ni Urquiza nunca podrían justificar, Sarmiento formó su gabinete con Dalmacio Vélez Sársfield (Interior), Nicolás Avellaneda (Justicia, Culto e Instrucción Pública), José Benjamín Gorostiaga (Hacienda), Mariano Varela (Relaciones Exteriores) y Martín de Gainza (Guerra). Un fragmento de aquel tiempo es relatado p or Miguel Ángel de Marco en su "Sarmiento - Maestro de América, constructor de la Nación" (Editorial Emecé), del que aquí se publica un fragmento del capítulo "Discrepancias con Mitre".
Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre.
por MIGUEL ÁNGEL DE MARCO
El 20 de octubre, Sarmiento concurrió al hogar de Mitre para conversar sobre distintas cuestiones de gobierno y acerca de la conducción de las tropas argentinas en el Paraguay. Al día siguiente La Tribuna, partidaria del primer magistrado, informó sobre la entrevista y afirmó que Mitre había rechazado el ofrecimiento de comandar el ejército en operaciones pues deseaba descansar de sus fatigas. El aludido reacciono rápidamente y envió una carta al diario para decir que no estaba cansado de servir a la patria con las armas en la mano siempre que fuera necesario. “Correspondiendo con mis deberes de ciudadano y de soldado no habría podido dar la contestación que se me atribuye sin deshonrarme ante mis propios ojos”.
Los redactores del diario le hicieron conocer la carta a Sarmiento antes de publicarla, y éste le solicito a Mitre que formulara las aclaraciones del caso, “a fin de no comprometernos ante el público en discusiones sin motivo”, pues de sus palabras se deducía que nunca se le había ofrecido el mando, lo cual era inexacto. El ex generalísimo aliado le respondió que deseaba contestar con cierto detenimiento, por lo que sugirió que se suspendiese la publicación en La Tribuna.
Se deduce por su larga misiva a Sarmiento que ni éste fue lo suficientemente explícito en su ofrecimiento ni Mitre debidamente claro en su aceptación o rechazo, cosa que al parecer indujo al presidente a poner fin a la conversación diciendo que nombraría para el cargo de comandante en jefe a Gelly y Obes.
Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, en caricaturas de su época.
Pero Mitre aclaró en su nota que si la propuesta hubiese sido llana y franca “le habría dado una respuesta categórica y fundada”, en el sentido de “mirar o como innecesaria o conveniente mi designación, rogándole me dispensara de una contestación oficial, porque esto me colocaría en el caso de renunciar a mi empleo, único modo como un general puede excusarse de llenar un servicio militar para el que es nombrado”. Manifestó que le habría dicho al presidente que su presencia era innecesaria cuando la guerra estaba por acabar y que había generales que llenaban las necesidades del momento, entre ellos Gelly y Obes. También le hubiese señalado que “si fuera necesario, si hubiera nuevos peligros a que hacer frente, si se creyera seriamente que mi persona en el ejército era exigida por el interés público, estaba dispuesto a prescindir de todo y concurrir con mis esfuerzos al servicio del país”.
El intercambio de correspondencia no pudo suavizar el creciente distanciamiento entre ambos, y una nueva carta conciliadora de Sarmiento tampoco pudo restañar la herida que había comenzado a abrirse durante las elecciones.
Las operaciones en el Paraguay
El 24 de noviembre, mientras Sarmiento se imponía del estado de la administración pública y comprobaba que varios años de guerra y rebeliones habían golpeado duramente la economía nacional, el Ejército Argentino en el Paraguay celebró en su campamento general de Las Palmas la asunción del nuevo primer mandatario. Todos los efectivos formaron con las banderas desplegadas y presentaron armas mientras se ejecutaba el Himno Nacional y se disparaba una salva de 21 cañonazos. Sin embargo, antes y después de la ceremonia, en las tiendas y vivaques se renovaban las discusiones entre mitristas y sarmentistas, circunstancia que ponía de manifiesto el gr ado de encono existente en las filas.
La marcha aliada se había tornado más rápida tras asumir el mando el marqués de Caxias.
Encerrado en la línea del cuadrilátero, (Francisco Solano) López se había visto forzado a evacuar finalmente la fortaleza de Humaitá por el Chaco. Como se recordará, Sarmiento supo en aguas brasileñas de la caída de la guarnición asediada por el cansancio y el hambre. El presidente paraguayo se ubicó sobre la última línea del Tebicuary con el objeto de cerrar el camino a Asunción. Ocupó enseguida la línea de Pikiciry, que resultaba inexpugnable, pero fue flanqueado por el Chaco mediante una acertada decisión táctica de Caxias, cuyas fuerzas abrieron picadas en la selva para alcanzar su objetivo. En vez de buscar otra posición más favorable, el mariscal decidió combatir allí con no más de 10.000 efectivos, formados en buena parte por ancianos y niños.
El comandante en jefe de los aliados empeñó 24.000 hombres que en sucesivos combates fueron debilitando aún más a las tropas paraguayas. Hasta que se produjo la gran batalla de Lomas Valentinas, entre el 21 y el 27 de diciembre de 1868. Antes del día 21, López ordenó el fusilamiento de su hermano Benigno, de su cuñado el general Barrios y del propio obispo de Asunción, monseñor Palacios, acusados de conspirar con el enemigo para poner fin a la contienda. Por otro lado, se acrecentaron las vejaciones y torturas a los prisioneros, entre los que se hallaban algunos jefes y oficiales aliados, como también civiles y militares extranjeros. El 27 se inició el ataque al formidable reducto de Atá Ibaté, que produjo el aniquilamiento del ejército de López, quien logró huir con un reducido número de fieles para librar la última resistencia en los confines de su patria.
Sarmiento respiró aliviado cuando llegaron a Buenos Aires estas últimas noticias, pues vislumbró cercano el final de la contienda. Siempre interesado en las cuestiones militares, convocó a su despacho al coronel Indalecio Chenaut, que había sido su jefe en la desastrosa acción del Pilar y se había opuesto entonces a dar un ascenso del casi imberbe miliciano, y lo sometió a un momento tenso aunque de final feliz. Después de recordar el episodio y fingirse disgustado, le anunció que propondría al Senado su ascenso a general luego de décadas de ostentar el grado inmediato inferior y de probar una y otra vez sus cualidades castrenses en las luchas interiores y en la Guerra del Paraguay.
También recibió, a poco de asumir, a uno de los personajes más valientes y arriesgados de la brega por la emancipación americana, brazo derecho de Bolívar y ex presidente de Venezuela. Después de una vida dedicada al servicio y marcada por el ostracismo, José Antonio Páez había recalcado en Buenos Aires y se hallaba en la pobreza. Sarmiento pensó que no podía permitir que un héroe de la independencia sufriera padecimientos materiales y decretó el 5 de diciembre de 1868 que se lo diese de alta en la plana mayor activa con la jerarquía de brigadier general, decisión que convalidaría la Cámara Alta en agosto de 1869. Y organizó un gran acto popular en su homenaje.
Un vapor fletado expresamente le llevó a Sarmiento la noticia que el 5 de enero de 1869 los brasileños habían penetrado en Asunción mientras las tropas argentinas permanecían fuera de la capital del Paraguay. En enérgica nota dirigida a Caxias, su nuevo jefe, Emilio Mitre, había expresado con referencia a los saqueos y atropellos perpetrados sobre la población abandonada: “No quiero autorizar con la presencia de la bandera argentina en la ciudad de Asunción los escándalos inauditos y vergonzosos que perpetrados por los soldados de V.E. han tenido lugar”.
Sarmi ento aprobó la noble y viril declaración de su subordinado.
“Las cosas hay que hacerlas…”
El febril ritmo que se imponía Sarmiento parecía encontrar obstáculos en una administración acostumbrada a la parsimonia de su predecesor. Mitre trabajaba mucho pero acompasaba su ritmo al de los demás. En cambio, el sanjuanino no aceptaba excusas ni pretextos. Desechaba con rapidez al que no le seguía el ritmo. Por considerar que resultaba muy abultada la lista de empleados públicos precedió al saneamiento de los cuadros administrativos, medida que los opositores consideraron como un acto de venganza. También eliminó de inmediato los nombres de 1.600 efectivos que figuraban como integrantes del ejército en operaciones en el Paraguay sin haber estado nunca en el frente de batalla; cortó de raíz algunos nombramientos de jefes y oficiales que cobraban sueldos sin cumplir funciones e instruyó a sus ministros para que adoptaran medidas de economía en las respectivas carteras.
Su despacho era el reflejo de la actividad del presidente. En la gran mesa de trabajo, en las sillas y sillones se acumulaban papeles, libros, expedientes, planos y cuantos elementos le permitiesen atender varios asuntos a la vez.
Sarmiento se retiraba casi siempre muy entrada la noche para trasladarse a la redacción de El Nacional, escribir algunos artículos con su firma, redactar otros de carácter anónimo y proveer a los cronistas y colaboradores de novedades.
El presidente, decía con razón José Posse, no conocía demasiado las provincias ni sus círculos gobernantes presididos por caudillos omnímodos:
“Que no se equivoque Sarmiento, repito; es necesario que tome posiciones pensando en que sus enemigos no se han de parar en medios y que han de hacer alianzas hasta con el gran diablo para comb atirlo. No espere que sus enemigos le hagan justicia aunque obre milagros; ni crea tampoco que ha de desarmarlos con su programa norteamericano; ya ve lo que le está pasando, que toman en ridículo sus palabras, que cuando dice blanco ellos dicen negro, y que por fin lo tratan como no se trata a ninguna autoridad en la tierra.
Dejando las cosas como están, armados los caudillos engrandecidos por (Rufino Jacinto de) Elizalde, con una prensa de difamación hasta la licencia más inaudita, viene la idea de debilidad para el nuevo gobierno en el exterior y en el interior. Los hombres poco pensadores, que son los más, vacilan, dudan, temen de prestar apoyo a un gobierno combatido con tanta audacia, y que lejos de tener fuerza visible, por el contrario la tienen sus adversarios en los poderes militares que han creado para servicio suyo contra ese gobierno.
Las palabras de Jefferson citadas por Sarmiento en su discurso son muy buenas para el pueblo norteamer icano, para nosotros no es más que una teología de buen sabor para Elizalde. Esa especie de amnistía pronunciada en favor de sus enemigos no crea que los atrae, los robustece porque lo atribuyen a impotencia. Los hombres que ha elevado Elizalde en el Interior no son colaboradores de ningún gobierno regular; han de pertenecer siempre al hombre que les ha tolerado execrables abusos, y que será siempre una promesa para continuarlos después, porque indudablemente esperan verlo en el gobierno más o menos tarde”.
Más allá de la acerba crítica al ex ministro de Mitre, Posse; quien le pidió a su interlocutor que hiciera conocer a Sarmiento el contenido de su carta; quería advertirle que penetraba en un realidad hostil a sus ideas transformadoras, pues por lo general los mandatarios locales y sus adláteres priorizaban sus conveniencias y momentáneas necesidades sin importarles las políticas que mirasen al desarrollo del todo.
Por de pronto, al a sumir se encontró con el estado de subversión en que se hallaba la provincia de Corrientes. Rápido de reflejos, envió a Vélez Sarsfield, quien a fines de octubre de 1869 pudo pacificarla. No pasarían ni dos meses cuando el presidente se vería obligado a intervenir San Juan, sacudida por enfrentamientos entre la legislatura y el gobernador. La aplicación del “remedio federal” por decreto del Poder Ejecutivo, a raíz del receso del Congreso, provocaría seis arduas sesiones que concluyeron dando razón al presidente sobre la no reposición del gobernador. Además, Sarmiento había adoptado una decisión peligrosa pero necesaria: contener la acción de los hermanos Taboada en Santiago del Estero, cuya influencia mantenía en vilo a todo el Noroeste. Luego de agotar los medios conciliatorios, estableció tropas en Tucumán al mando del general Ignacio Rivas y envió al teniente coronel Julio A. Roca para hacerles frente en sus incursiones en aquella provincia.
En octubre de 1870 dispondría la intervención de Jujuy, agitada por una revolución, y en febrero de 1873 comisionaría a Estanislao Tello y luego a Uladislao Frías para que devolvieran el mando al gobernador Benjamín Bates, que se había refugiado en Mendoza.
Violenta ruptura con el nacionalismo mitrista
Concluía diciembre cuando se confirmó el regreso a sus hogares de la mayor parte de los veteranos del Paraguay. Volvían las unidades de la Guardia Nacional de Buenos Aires y de las provincias, mientras quedaban en la zona de guerra, donde permanecerían mucho tiempo más, seis batallones de infantería de línea, un regimiento de caballería algunos médicos y un capellán.
Las disidencias entre Sarmiento y la Municipalidad de Buenos Aires, que se negó a habitarle unos salones para que se ubicasen las autoridades e invitados, hizo que las tropas desembarcaran el 31 de diciembre, c asi a medianoche, y que en vez de ser recibidas por todo el pueblo preparado para ello, marcharan cabizbajas y tristes a los cuarteles.
Ante el desaire municipal, el primer mandatario hizo construir un palco en la Plaza de Mayo y desde allí contempló el 2 de enero el paso de las tropas mandadas por Emilio Mitre, sin responder a los saludos con las espadas por parte de los jefes y oficiales, descortesía que la prensa criticó. Cuando las fuerzas se enfrentaron al balcón en que se encontraba Bartolomé Mitre, el coronel Somoza, jefe del batallón San Nicolás, ordeno alto y vivó al antiguo generalísimo aliado. De inmediato Gainza mandó un ayudante con la orden de que se presentara arrestado.
En el coche presidencial contemplaban el desfile unas señoras a las que días más tarde el cronista de “La Nación”, diario fundado por Mitre el 4 de enero de 1870, llamaría despectivamente “chimichangas de su familia”. Sarmiento se encargó de aclarar desde “El Nacional” que las damas no eran de su familia sino de la del general Emilio Mitre, comandante en jefe de las fuerzas y hermano del director de la hoja opositora.
“El Nacional” había dado cuenta, al efectuar una escueta crónica del desfile, de hechos notables: por primera vez la Guardia Nacional de las provincias había sido reunida y revistada en la capital de la República, y también premiada y pagada, cosa que, señalaba la hoja oficialista, no había ocurrido al concluir las guerras de la independencia y del Brasil ni tras campañas de Cepeda y Pavón.
Las tropas tardaron en ser licenciadas, circunstancia que también fue motivo de acerbas críticas por parte de los adversarios del gobierno. Sarmiento, luego de permitir que la Guardia Nacional de Buenos Aires pusiera por fin sus armas en el pabellón y volviera a sus hogares, se embarcó hacia Rosario y Concepción del Uruguay para presi dir las respectivas despedidas.
A los pocos días de aparecer “La Nación”, Sarmiento se quejó desde “El Nacional”, en un artículo firmado con sus iniciales, de la extrema modestia con que se había manejado el gobierno de su predecesor.
El diario de Mitre reprobó que hiciese comparaciones opuestas a la austeridad republicana:
“Cuando renovó el mobiliario del salón del gobierno con los muebles comprados con sangre de los vencedores del Paraguay", dijo en “El Nacional” que "la anterior administración solo le había dejado por herencia unos muebles fritos en grasa. Hoy, al hablar de los demás artículos que constituyen el inventario del palacio y sus adherencias, dice que recibió una casa pobre, un coche de alquiler y una pequeña escolta impaga de algunos meses."
Todo se había hecho de prestado, se aclaraba, pero sin embargo “sobre esta base se organizó la renta y el tesoro nacional, que ha dado l o bastante para reorganizar la República, hacer ferrocarriles y telégrafos, fundar escuelas y asegurar la victoria dentro y fuera; pero que no ha alcanzado para renovar las sillas y sofás de Pavón."
Asesinato de Urquiza
Sarmiento partió para Rosario con el fin de acompañar a los guardias nacionales pero también con el objeto de hacerse ver en una ciudad en la que contaba con algunos amigos políticos pero también con duros adversarios. Quería recorrer, además, las colonias santafesinas, que en poco tiempo habían convertido el desierto en trigales, y correr por la pampa esta vez no a caballo sino en un coche tirado por una locomotora. Las vías que había comenzado a construir su admirado “general Wheelwright” como lo llamaba Sarmiento, “obsesionado" dice Juan Álvarez "por la idea de que en esta tierra, para ser algo importante, había que ser general”, e staban próximas a llegar a Córdoba. Recibido con gran entusiasmo, el presidente participó el 21 de enero en las honras a los soldados y en otras manifestaciones, para seguir luego con su programa de visitas y discursos, que comprendió un agasajo en la primera colonia agrícola santafesina, Esperanza, ubicada en el noreste de la provincia.
Pero el presidente quería celebrar el 18º aniversario de Caseros abrazándose públicamente con Urquiza, cuyo apoyo consideraba indispensable. Desde su Palacio San José, este mantenía intenso contacto con muchos partidarios y amigos en el interior. La imponente recepción del general, que formó sus tropas a lo largo del trayecto entre el puerto de Concepción del Uruguay y su Versalles entrerriana, lo hizo exclamar: “Ahora si me creo el presidente de la República, fuerte por el prestigio de la ley y el poderoso concurso de los pueblos”.
Los primeros meses de 1870 transcurrieron en calma, a excepción de la virulencia con que lo atacaba la prensa, hasta que un hecho tremendo conmovió al país: el 11 de abril Urquiza fue asesinado en presencia de su desesperada familia. Mientras tanto, el general Ricardo López Jordán, a quien aquel trataba como a un hijo, se declaró jefe de la revolución que debía devolver a Entre Ríos “la dignidad perdida”. Muchos de los que lo secundaban calificaban de traición los gestos de Urquiza en pro de la paz y la unión de los argentinos. La asamblea legislativa provincial designó gobernador a López Jordán, quien convocó a las milicias, con la certeza de contar con el apoyo de sus partidarios de Santa Fe y Corrientes.
Sarmiento movilizó de inmediato a las tropas de línea y a la Guardia Nacional y las puso al mando del general José Miguel Arredondo. Paro no resignó sus facultades de comandante en jefe y siguió de cerc a los acontecimientos. Para lograr el necesario consenso convocó a una reunión de gabinete y llamó a la Casa de Gobierno a amigos y adversarios políticos. Todos coincidieron en que había que castigar el magnicidio y procesar a López Jordán.
La represión a las fuerzas jordanistas se hizo lenta y difícil, a pesar de las ventajas en materia de armamentos y equipos con que contaba el ejército. “La Nación” criticó las operaciones y reclamó la clausura de los puertos de Entre Ríos, la declaración de estado de sitio y la provisión de adecuados recursos para que los cuerpos de las tres armas pudiesen poner fin a la revuelta. El diario no entendía cómo los 15.000 hombres que había reunido en la zona el primer mandatario tardaban en ponerle fin. Además censuraba la acción del Comité de la Paz, constituido por figuras notables de la política, presentándolas como partidarias del jefe rebelde.
“La Prensa” y “La Republica” reclamaban el fin de la lucha mediante negociaciones con López Jordán. Decía el primero, en su edición del 3 de octubre, que si no se había podido “concluir con ella en poco tiempo, por medio de las armas, como no lo ha hecho en cinco meses, que procure y solicite por medios pacíficos el sometimiento del jefe enemigo y de su ejército a condiciones que, sin desdoro para la Nación, sean igualmente dignas y nobles para los que lo combaten. Al fin son hermanos”.
Las acciones militares recién concluyeron el 26 de enero de 1871 tras la derrota de López Jordán en Ñaembé, Corrientes, que obligó a exiliarse.